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La cotidianidad del jazz. International Jazz Day Reflections


- 2 mayo, 2018 - 0 comments

«Una jornada para rendir homenaje al jazz y a su perdurable legado, así como para reconocer el poder de esta música para unir a las personas». Audrey Azoulay, Directora General de la UNESCO.

Hermosas palabras, encomiables intenciones, grandes fastos…

Desde la proclamación en noviembre de 2011 por la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura) del 30 de abril como Día Internacional del Jazz —curiosamente tras el día de la danza, días antes del día del libro y aún antes del día del libro infantil, ¡prodigioso abril!— se han venido celebrando un turbión de actos, conciertos, conferencias y los más inimaginables eventos a lo largo y ancho del orbe, se han nombrado a embajadores honorarios a destacados jazzmen (Wynton Marsalis, Herbie Hancock…) y se han instituido a modo de ciudades anfitrionas importantes urbes de los cinco continentes. En la primera edición (2012) compartieron capitalidad la sede de Naciones Unidas en Nueva York, París y, lógicamente, Nueva  Orleans, y le siguieron Estambul (2013), Osaka (2014), de nuevo París (2015), Washington (2016), La Habana (2017) y en esta séptima edición San Petersburgo y ya se adelanta que en 2019 será Sidney, aunque creo que los organizadores vagan en la ignorancia porque se olvidan de Clasijazz Almería o acaso lo pospongan para la rotunda redondez del 2020, tempo de ritmo imposible ¿Molaría? Más bien sería pura justicia.

«La celebración de esta jornada tiene como objetivo sensibilizar al público en general sobre las virtudes de la música jazz como herramienta educativa y como motor para la paz, la unidad, el diálogo y el refuerzo de la cooperación entre pueblos. Los gobiernos, las instituciones educativas y la sociedad civil que participan en la promoción del jazz aprovechan esta oportunidad para difundir la idea de que el jazz no es sólo un estilo de música, sino que también contribuye a la construcción de sociedades más inclusivas».

Y en una suerte de octálogo justificativo a modo de demediadas tablas de la ley, se enuncian las propiedades lenitivas —como si de uno de esos textos de autoayuda tan en boga hoy se tratara:

  1. El jazz rompe barreras y crea oportunidades para la comprensión mutua y la tolerancia;
  2. El jazz es una forma de libertad de expresión;
  3. El jazz simboliza la unidad y la paz;
  4. El jazz reduce las tensiones entre los individuos, los grupos y las comunidades;
  5. El jazz fomenta la igualdad de género;
  6. El jazz refuerza el papel que juega la juventud en el cambio social;
  7. El jazz promueve la innovación artística, la improvisación y la integración de músicas tradicionales en las formas musicales modernas… y
  8. El jazz estimula el diálogo intercultural y facilita la integración de jóvenes marginados.

Palabras de honda hermosura, buenas intenciones… Y sin embargo

Y sin embargo es frecuente que se nos quebrante el alma, el corazón o la ilusión ante un determinado esfuerzo, o que nos embarquemos en buenos propòsitos o arrostremos una algarabía de actos loables, de mastodónticos proyectos pero tan efímeros como el débil pabilo de una pavesa…

El jazz, la música, —al margen de todos esos beneficios enunciados—, es ante todo vida, un camino, un recorrido, un río vivaz y fluyente de caudal creciente y mudable de imposible representación en una fotografía o una pintura, menos aún en una bienintencionada declaración de principios.

El jazz, per se, no nos hace más buenos, igualitarios o justos sino que nos pone en condición de, en camino de, a punto de, en estado de…, al igual que sucede con un grupo de músicos instantes antes de abordar una interpretación. Todo sucede, principia y concluye en ese inaprensible tempo.

El jazz, la música sea cual sea, es mucho más que música, va más allá. Es una forma de vida y lo que suena es la manera de expresarse, el mensaje, el sueño de alguien dispuesto a contarnos su anhelo, alegría, dolor o esperanza. Es una comunión entre personas, un modo de comunicación sutil, subterránea, volátil pero de abisal hondura. El jazz, un concierto, no es un mero evento, ni un espectáculo, ni un pasar el rato sumido en banal postureo.

El jazz, como la vida, o como un viaje, es pura esencia de raza mestiza. Somos insondable argamasa de tiempo, de pasado, presente y aún futuro, de historias y de gentes que jamás alcanzaremos a conocer, de experiencias cotidianas. Y el jazz aguas turbulentas colmatadas de mil limos. Y como la vida, o un viaje, el jazz debiera ser algo tan cotidiano y necesario como la respiración, como el latido del corazón, algo cercano y próximo, a la vuelta de la esquina.

Tan usual como la infinidad de conciertos, o aún mejor celebraciones e incluso mejor, encuentros, que han tenido lugar en esta universal universidad y acogedor hogar llamado Clasijazz. Infinidad de encuentros con personas y sus músicas, con sus formas de expresarse, con su actitud ante la vida a lo largo de esta temporada, o la anterior, o la de aún antes, jornadas y semanas henchidas de nutritivos mensajes cuya excesiva enumaración sería más bien titánica epopeya ajena a la capacidad humana e imposible de recoger en la brevedad de este textículo. Baste relatar siquiera algo de lo acaecido en el transcurso de este mes de abril

Celebración del día del jazz en Almería ya fue la del domingo 22 en el escenario del Auditorio Municipal Maestro Padilla —del día del jazz y de su hermana gemela, el de la danza—, a cargo de los miembros de la Clasijazz Big Band Swing & Funk y del colectivo lindy Al Swing y al Cabo. Medio centenar de personas en el escenario derochando pasión y amor

Celebración, o comunión con quienes se expresan a través de esa amasijo de carne, huesos y sueños que nos contiene llamada cuerpo, fue la puesta en escena sobre el parqué de Clasijazz la tarde del domingo 29 —ayer mismo— por la Clasijazz Little Ballet con coreografía y dirección de Francisco Gonzalo y función de los bailarines de la Compañía Nacional de la Danza Sara Fernández y Erez Llan.

Celebración fue también el mensaje atrevido y soñador, anhelante de futuro del guitarrista flamenco Niño Josele —su hijo José al piano y la colaboración de Bori Albero y Johny Cortés—, en el que aún late con el mismo impulso que un día le llevó a musicar la obra del pianista Bill Evans —Paz (2006)—, a adentrarse en las ensoñaciones sonoras atonales y dodecafónicas de Arnold Schönberg e incluso de la música serial y aleatoria de Stockhausen, o su secreto pero confeso apego al piano ya antiguo y ahora renacido por el nuevo destello imaginativo hacia la obra del compositor ruso Alexander Scriabin (1872-1915), por algunos de sus estudios para piano, por alguna mazurca… ¡Ah!, Scriabin, extravagante compositor, teósofo, místico, panteista infatigable perseguidor de la unidad de lo diverso, creador de una música calificada de misteriosa, esotérica, extática, enigmática, mórbida e incluso erótica y aquejado de sinestesia, ese proverbial padecimiento neurológico que permite la expresión o percepción de sensaciones propias de un sentido con otro u otros, en su caso la fascinante asociación de colores y sonidos expresada en la ilustración adjunta que recoge su particular paleta de colores. Y seguro que Juan José no tardará en sorprendernos con alguna versión scriabianoaflemencada para guitarra, pero mientras tanto David Gordon —en trío con el bajista Olé Rasmussen y el batería Paul Cavaciuti— se adelantó con el excelente álbum Alexander’s Scriabin’s Ragtime Band (Mr. Sam Records, 2015).

Música como sinéstesica expresión de otras sensaciones, evocadora de paisajes sonoros y estados de ánimo como la melancolía nórdica del jazz escandinavo fue el mensaje que nos dejó el trío del guitarrista Alex Jønsson. Inquietantes sonoridades de soledad, temor o duda de la guitarra que atraviesa gimiente un paisaje marino de su Jutlandia natal con el eco del bramido embravecido de olas y resaca orquestado por las voces recias y redoblantes del bajista Jens Mikkel Madsen y el batería Andeas Skamby, o la congoja sombría y rumor quedo de la soledad inclemente de un bosque inexplorado, intensas sensaciones recogidas en el último álbum editado Heart of Gold (2016), y tanto recuerdan a la obra del teórico y escritor Henry D. Thoreau referente de la intelectualidad y el progresismo cuyo Walden (1854) —mixtura de crónica viajera, observación naturista y reflexión literaria— ha influido sobremanera a poetas, narradores, artistas, viajeros, políticos y jazzmen como al saxofonista Benjamin Koppel y al pianista Kenny Werner que por aquí estuvieron en junio de 2015 y grabaron a dúo el álbum titulado simbólicamente Walden (Cowbell, 2009).

La pianista y compositora Atsuko Shimada, originaria de Sapporo y residente en San Roque —en cuarteto con el saxo alto Antonio González, el contrabajista Rafa Sibajas y el batería José Luis Gómez—, nos dejó unos arreglos enérgicos de standards de Joe Henderson, Eric Alexander o Chick Corea y dos impresionantes temas originales inspirados en las vivencias de su tierra natal. “Bera’s Waltz”, entrañable balada dedicada a su sobrina por su tercer cumpleaños y “Doll’s Day” remembraza de la celebración del día de las niñas (hina matsuri) que cada
marzo tiene lugar en Japón y en el que reciben el regalo de muñecas costosas con el fin de alejar los malos espíritus y desarles una vida feliz. Hard bop enérgico teñido de la experiencia personal que la llevó desde su ciudad a Boston para completar su formación en Berklee y luego a las sureñas tierras gaditanas: perfume salobre de mar, aroma de los cerezos en flor y agitación del alma de cuando era niña y aguardaba la llegada del hina matsuri, al igual que nosotros esperabamos ansiosos la llegada del día de reyes antes de perder esa razón primigenia basada en la curiosidad y el asombro para asumir esa otra de la edad de la adusta adultez, que más parece pura sinrazón. Otra forma de sinestesia o hermosa analogía.

El jazz como analogía o metáfora de esperanza o Embodied Hope (2017), álbum y mensaje del cuarteto liderado por el batería escocés Andrew Bain —con el saxo tenor Jon Irabagon, el pianista George Colligan y el contrabajista Michael Janish— estructurado a modo de suite en siete movimientos de títulos más que simbólicos —escucha, sorpresa, acompañamiento, práctica, responsabilidad, verdad y, por supuesto y como final, esperanza en un cambio positivo del mundo al hilo de ideas políticas y filosóficas que conectan la improvisación con la lucha por el cambio social expresadas en textos, entre otros, como el de Daniel Fischlin, Aja Heble y George Lipsitz, The Fierce Urgency of Now: Improvisation, Rights and the Ethics of Cocreation (Duke University Press, 2013)— que concibe el jazz como una metáfora para el cambio positivo del mundo.

Y voces y cantantes —como olvidar la voz, expresión primigenia entre todas—, como la estadounidense Jazzmeia Horn cuyo mensaje nos transportó desde los orígenes mismo del jazz, desde el spiritual, el gospel, pasando por el canto scat del bop, el rhythm & blues al lúgubre canto al compromiso social y la militancia reivindicativa, y su querencia por la legendaria Betty Carter en el memorable concierto de presentación de su álbum A Social Call (Prestige, Concord, 2017), grabado gracias a la dotación del premio como mejor vocalista concedido por el Instituto Thelonious Monk. Una mujer para quien la música es la esencia de la vida, por encima incluso de todas las cosas, que abriga el «el profundo deseo de insuflar en las almas de los demás el espíritu de la música… una música intensa y profunda que ilumine y cure, con la que se pueda bailar o gritar», según propias palabras.

Y música como esencia de la vida o «la música es antes que nada vida» es también la honda y honrosa divisa para esa cantante de la tierra a quien dicen VeroJazz MusicPintor, además de profesora de piano a tiempo casi completo y solidaria colaboradora de la casa y que el pasado viernes 22 —arropada por Pablo Mazuecos, Javi Domínguez y Miguel Canale— nos lanzó desde las tablas de Clasijazz, con una voz quebrada y vibrante, sútil y a la vez poderosa, un alegato amasado de caberé, chanson, soul de Nina Simone o jazz del veterano contrabajista Ron Carter.

Y también es celebración del maridaje del jazz con el cine, dos lenguajes cuasi gemelos que nacieron huérfanos y crecieron hasta hacerse universales y trabar aunados películas míticas en las que el jazz asume especial rol protagonista sea por su papel de banda sonora o por su propia esencia y que aquí festejamos cada miércoles con el Ciclo de Cine Mudo al que el pianista malagueño José Carra pone aliento vibrátil de piano jazz…

Y todo un sinfín de talleres de la más variada categoría y nivel: combo, guitarra, saxo, trompeta, guitarra… y baile —mucho swing, lindy hop o shimy— a cargo de los aguerridos miembros del colectivo Al Swing y al Cabo… Y si hablamos de baile, hablamos de big bands y orquestas tenemos tres, la madre, la hija y la nieta: Clasijazz Big Band, Clasijazz Big Band Swing & Funk y Little Clasijazz Big Band… Y no me olvido de lo clásico sea lírico, ópera, zarzuela o esa infinita integral de Mozart, pero hoy toca hablar de jazz, dicen que es su día, o algo parecido.

Pero también debiera ser motivo de celebración actos íntimos como la lectura y meditación sobre el jazz y sus horizontes a través de textos como el del músico e historiador del jazz Ted Gioia cuyo paradójico título ¿Cómo escuchar jazz? (Turner, 2017) nos abre nuevos horizontes muy diferentes de los habituales que versan sobre la materia, y del que dejo el nudo de dos interrogantes: «¿Qué puede haber más raro que un grupo que toca la misma canción idéntica, noche tras noche, pero haciéndola diferente cada noche» o «La música, por definición, termina donde empieza el significado lingüístico». Y muy recomendables son las indagaciones que el físico y saxofonista Stephon Alexander plantea en El jazz de la física. El vínculo secreto entre el jazz y la estructura del Universo (Tusquets, 2017) en torno a la profunda conexión entre la música y la estructura del universo y donde confiesa que «inspirado por tres grandes mentes —el John Coltrane de Interstellar Space (1967), Einstein y Pitágoras— y con el concurso de la analogía podemos comenzar a vislumbrar que el comportamiento mágico de nuetro floreciente cosmos se basa en la música». Allí, en el libro, se codean mano a mano, en una suerte de tour de force o free improvisation la física cuántica con el saxofonista Yusuf Lateef o los agujeros negros con Mozart de quien, por cierto, Einstein era ferviente admirador y cuya música tocaba al piano porque le ayudaba a pensar en sus fantasiosas teorías, entre otros perspicaces asuntos que no desvelo por si a alguien le despierta el gusanillo de comprarlo y leerlo.

Y siendo como es feriado librero no estaría de más recorrer los puestos sitos en la Plaza de la Catedral y hacerse con alguno de estos libros, o cualquier otro de entre los muchos que se publican y dormirán de por vida en el cruel limbo del olvido. Para quien aún no lo haya leido, o lo desconozca, recomiendo el que acaso sea el mejor relato sobre el poliédrico mundo del jazz, un clásico a estas alturas, y me refiero a El perseguidor de Julio Cortázar, trasunto del visionario y profético saxofonista Charlie Parker. Y una novela —El chico de la trompeta (Contraseña, 2013) de Dorothy Baker— que también ahonda de forma libre y creativa en la vida y música de otra de las leyendas del jazz, Bix Beiderbecke, considerada la primera novela escrita sobre esta exuberante materia y llevada al cine por Michael Curtiz con el título de El trompetista e interpretaciones de Kirk Douglas, Lauren Bacall y Doris Day entre otras rutilantes estrellas, incluido el pianista y compositor Hoagy Carmichael y música, mucha música, toda una sountrack repleta de jazz.

El jazz cotidiano y sin embargo… la hogaza de cada día

Pero la cotidianidad del jazz, como la de la vida, o como la del acto del amor suele alcanzar sus instantes más álgidos una vez ejecutado, realizado o consumado, durante ese cigarrillo tan cinematográfico, y hoy tan sumamente incorrecto, o durante esa prolongada conversación que se prolonga ad infinitum a la luz de la luna llena que parece querer sumarse al jolgorio de la celebración. Tiempo confesiones, de intercambios de alegrías, ilusiones, proyectos pero, ¡Ay!, también de sinsabores…

…Porque aún hoy, pese al eco y el relumbrón de fastos de leyenda, la realidad se cierne como el oscuro nubarrón de una terrible tormenta y toda esa hermosa lluvia de palabras y de gestos y de conmemoraciones no bastará para saciar la irredenta sed de esta desértica tierra salvo en forma de ocre barro o de la pedrisca del exabrupto y la incomprensión, y en tanto llega el futuro que es la guadaña del tiempo toda una legión de mujeres y hombres oficiantes del noble arte de la música continuarán vagando por allende caminos y veredas en busca de cobijo y público y unas cuantas monedas, o una sobrada e infinita hogaza, con la que saciar esa otra sed material y real que es la necesidad del día a día…

Y preguntó el segundo saxo alto —feliz porque encontró los arreglos— al director ¿Qúe hacemos para tan alta efeméride?, a lo que éste respondió categórico: ¡Aquí el día del jazz se celebra todos los días del año!

Pero hollamos una tierra baldía pero feraz al modo del poemario homónimo de T. S. Eliot que precisamente comienza con «Abril es el mes más cruel…», ansiosos de calarnos hasta los huesos de fina lluvia de jazz, de un continuo y copioso chiribiri de emociones, cuando de repente, justo al caer la hoja del almanaque y asomar las orejas el mes de mayo irrumpe un nuevo aluvión de lluvia y celebraciones

© José Santiago Lardón ‘Santi’ (Abril, 2018)

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