
Amaneció con el violento fragor del impetuoso poniente, presagio de los malos augurios que luego vomitaron ondas hertzianas, titulares de prensa y redes sociales: “¡Muere Ornette Coleman, pionero del free jazz!”
¿Jazz libre? ¿Dejó de serlo en algún momento? ¿No lo fueron los primeros intérpretes del blues primitivo? ¿No lo fue Boddy Bolden, mítico trompetista de New Orleans cuando la potencia de su trompeta hacía temblar los cimientos del barrio de Storyville, no el Louis Armstrong de los Hot Five u Hot Seven, y luego Parker, y luego… El jazz nació preñado de la necesidad de gritar emociones y de la libertad para hacerlo, su germen brotó en los campos de trabajo de los esclavos negros como bálsamo al sinsabor de una vida cruel, sólo les quedaba eso, el grito libre de su alma.
Jazz y libertad son una misma cosa, sinónimos. El jazz es lo que va adelante en el tiempo y en el espacio, a lo ancho del mundo, como una carga de profundidad y, a la vez, una onda expansiva, una sucesión de explosiones que dinamitan las bases de la convención, de lo aprehendido. «Es como una maldición, tengo que seguir adelante», dijo Miles Davis, «Esto ya lo toque mañana», escribió Cortázar en el correlato de Parker que es el extraordinario cuento El Perseguidor, y «me doy cuenta de que lo único que puedo hacer es avanzar”, declaró Coltrane.
En Música negra. Jazz/Ryhthm’n & Blues (1963), Leroi Jones mantiene que tras el triunvirato Parker, Young y Hawkins, los tres saxofonistas más influyentes son Coltrane, Rollins y Ornette Coleman, y que «Coleman ha sido el más excitante e influyente innovador desde Paker… y ha conseguido influenciar a ambos, por no hablar de las miríadas de otros instrumentistas más jóvenes, no sólo saxofonistas»
Kenny Werner, al inicio de su esencial texto, Effortles Mastering. Liberating the Master Musician Within (1996), cita una serie de nombres cruciales del jazz, desde Bix Beiderbecke a Ornette Coleman, para de seguido hacer una en apariencia ingenua reflexión «¿Qué tienen en común? Todos son innovadores, la innovación es la tradición».
Ornette bebió de la tradición hasta el hartazgo, desde joven, del blues esencial y primitivo, por desgracia hoy tan olvidado, se forjó en una banda de rhythm & blues —como el también avant-garde Coltrane—, y admiró hasta lo doloroso a Parker pero para regenerarlo y librarlo de la mortal rémora de la reiteración: «ir algo más allá de lo heredado», dijo. Desde entonces toda su vida fue un continuo aventurarse en sucesivos y titánicos saltos mortales al vacío, como quien camina y de pronto se haya ante un insondable precipicio ¿Qué hacer? Seguir adelante, saltar, o sentarse a contemplar el paisaje. No hay otra.

Ornette, casi eterno y apacible adolescente —la tempestad bramaba dentro— le gustaba decir, a modo de consejo para caminantes, que «lo que tocas al principio de un tema es el territorio y lo que tocas en su transcurso es la aventura, y no tienen porque tener nada en común», reveladora metáfora del auténtico viaje: podemos intuir el destino, no lo que sucederá mientras tanto, menos lo que hallaremos al final —salvo que sea programado. Imaginen que viajan en grata compañía, lo lógico es comentar con alborozo cada nuevo hallazgo que les sale al camino. Imaginen ahora que son cuatro, un cuarteto, y que son Ornette Coleman, Don Cherry, Charlie Haden y Billy Higgins y que el viaje se desarrolla por las coordenadas de tiempo y espacio que configuran la música: la aventura es la interación del discurso de cada uno en plena libertad, base de su polémica teoría harmolódica —contracción de armonía/movimiento/melodía en un totum revolotum— o aquella que «permite a cada uno ser un individuo que no tiene por qué imitar a ningún otro», en palabras de Coleman, aún a costa de romper convenciones como armonía o melodía.
El resultado es un música de afilada y rara belleza, de fuerte acento emocional muy cercano a la forma en que lo hacían los primitivos cantantes de blues, improvisación libre basada en el más viejo sentido de forma de la música negra americana donde el individuo alcanza su más alta expresión. «Lejos de ser una aberración en la tradición del jazz… estos sonidos primarios devuelven la música a sus raíces en el blues y los cantos de los esclavos» (Martín Smith, John Coltrane. Jazz, racismo y resistencia, 2003). Música existencial, que te mete en un mundo al que has de enfrentarte, que tiene que ver con el presente y con lo que pasa, con la alegría, pero también con el sufrimiento cotidiano, como la dolorosa expresión de la realidad humana que es El grito de Edward Munch, o el quiebro roto de una soleá.


Una obra polémica, discutida, negada o admirada, que marcó el inicio de un camino que ha dejado un indiscutible legado y una plétora de influencias, entre otras la corriente de la libre improvisación. Leonard Bernstein dijo de él que era un genio, Lionel Hampton le brindó tocar a su lado, Brandford Marsalis le rindió tributo, junto a otros maestros, en un álbum que consideró clave en su carrera Footsteps of Our Fathers (2002), y algunos de sus temas se han convertido en standards, como el desolador “Lonely Woman”, revisitado por intérpretes tan dispares como Denny Zeitling, John Zorn, Brandford Marsalis, Dewey Redman, Lester Bowie, Modern Jazz Quartet, JD Allen, o la cantante Freda Payne. Huellas de su libertad se hallan en mayor o menor medida en Charles Mingus, Albert Ayler, Archie Shepp, Jackie McLean, Coltrane, Art Ensemble of Chicago, World Saxophone Quartet y un largo etcétera que no cesa hasta hoy.
Vinculado a los movimientos artísticos y literarios de vanguardia —estuvo casado con la poeta Jayne Cortez—, amigo de John Lewis y Gunther Schuller —quienes le invitaron a la Lenox School of Jazz como alumno especial y, a la vez, profesor no numerario—, mantuvo relaciones con figuras de la alta cultura, como el filósofo francés Jacques Derrida. Su personalidad transcendió lo musical para convertirse en referente de obras literarias como las del novelista Thomas Pynchon, por ejemplo V, componer bandas sonoras de películas como The Naked Lunch de David Cronenberg, siendo aceptado y admirado por buena parte de la inteligencia cultural. Fue merecedor de numerosos reconocimientos, si bien tardíos, entre ellos el Grammy a título honorífico en 2007 por su “determinación por romper las barreras que llevaron al jazz a nuevos hitos” o el Pulitzer Music en 2006 por el álbum Sound Grammar

Y su fuego también iluminó estas tierras, como al grupo OCQ —léase Ornette Coleman Quartet— integrado por Markus Breuss, Valentín Álvarez, Juan Carlos Moreno y José Vázquez ‘Roper’ (recogido en OCQ (1986) y Metalógica (1988), ambos para el sello Linterna Música), y al también saxo alto y clarinete bajo Pelayo F. Arrizabalaga, al pianista Agustí Fernández, o a Ernesto Aurignac, Julián Sánchez, Paco Wetch y Ramón Prats, aunados en el proyecto Sindicato Ornette, cuyo concierto del 27 de julio de 2010 recogió Clasijazz Live Records, por citar algunos músicos que pasaron por esta sala, entre una miríada de seguidores cuya relación y estudio no ha lugar ahora.
Una luz fulgurante me asalta mientras pergeño esta reflexión agradecida a un músico que me ha iluminado durante más de media vida, luz inextinguible desde hace dos décadas cuando arribó al escenario del Auditorio Municipal Maestro Padilla en el marco del IX Festival Internacional de Jazz de Almería 1993, junto a su inseparable trompetista Don Cherry, el contrabajista Charnett Moffett (hijo del también contrabajista Charles Moffett) y su hijo Denardo a la batería. Era un 2 de noviembre, en la sala una veintena de espectadores, el concierto sobrecogedor.
Luego, afuera, soplaba el mismo furioso poniente de estos días, quizás inflamado de la furia del maestro, una bandada de gaviotas graznó un mensaje de alerta, nos dispersamos absortos y erráticos, como poseídos por un raro vértigo, una voz susurró “siento náuseas”, y pensé que debía ser la misma angustia que me acuchilló y acompañó hasta llegar a casa, y luego durante toda la noche y hasta el alba, escuchando uno tras otro media docena de vinilos. Pero era angustia reconfortante, esa misma sensación que precede a una revelación y luego estalla en orgiástico placer, la pulsión que se siente al dar un mordisco a la inabarcable inmensidad del conocimiento. Muere el hombre, pero su llama no se extingue.
Ornette Coleman nació el 9 de marzo de 1930 en Fort Worth, Texas, y murió en New York el 11 de junio de 2015, como consecuencia de un paro cardíaco.
© José A. Santiago Lardón ‘Santi’. Almería, 14 de junio de 2015